La
clasificación de los grupos humanos en un pequeño número de grupos
fundamentales es en gran medida producto de la historia europea. A
partir del siglo XV los europeos comienzan sus viajes de exploración
y observan en las distintas regiones, personas con diversas
características físicas. Es en 1761 que el naturalista Carl Von
Linneo habló por primera vez del homo sapiens, concepto con el que nombró
a la especie del género humano, reconociendo así que todos los
humanos eran parte de la misma especie. Sin embargo, terminó por
agregar subclasificaciones adicionales para lo que él vio como razas
o subespecies: afer (africana), americanus (americana), asiaticus
(asiático), europaeus (europeos) y monstrosus (pueblos originarios y
personas con malformaciones genéticas). Cada una de estas
subespecies portaba determinadas características físicas,
comportamentales e intelectuales, sumado a la detención de un tipo
especial de gobierno.
El
concepto de raza, está estrechamente vinculado a la emergencia del
capitalismo, el cual necesitó de su invención para justificar la
esclavitud y el colonialismo necesarios para su expansión. Balibar sostiene que el racismo es un
“fenómeno social total”, que se inscribe en prácticas,
discursos y representaciones que son desarrollos “del
fantasma de la profilaxis o desagregación (necesidad de purificar el
cuerpo social, de preservar la identidad del ´yo´, del ´nosotros´,
ante cualquier perspectiva de mestizaje, de invasión), y que se
articulan en torno a estigmas de la alteridad (apellido, color de la
piel, prácticas religiosas)” (1990: 32).
Por lo tanto, estas prácticas, discursos y representaciones
funcionan en una red de estereotipos afectivos que permiten la
formación de una comunidad racista y obligan a los individuos y
colectividades, que son blanco de ese racismo, a percibirse también
como una comunidad.
Ahora
bien, el género humano presenta naturalmente variaciones graduales
en su composición genética; sin embargo, somos nosotros quienes lo
dividimos en razas teniendo en cuenta los rasgos fenotípicos característicos de las poblaciones (Marks, J;1997:4). A pesar de que
análisis filogenéticos de grupos humanos sobre la base de criterios
estables -no sometidos a adaptaciones al medio, como por ejemplo el
color de la piel, entre otros- demuestran que la variación genética
es mucho más importante entre individuos de una misma población que
entre grupos diferentes (Piazza, A; 1997:1), el racismo se las
arregló para continuar a la orden del día pero encarnado en una
nueva forma: el racismo diferencialista o neorracismo. Este racismo ya
no tiene por tema central la herencia biológica sino la
irreductibilidad de las diferencias culturales. A primera vista no
postula la superioridad de determinados grupos respecto de otros,
sino la nocividad de la desaparición de las fronteras y la
incompatibilidad de las formas de vida. (Balibar, E; 1990:37) Este
nuevo racismo termina por clasificar a los grupos humanos como
portadores de una cultura rígida, perpetua, inalterable e
incompatible con cualquier otra (San Roman, T; 1996:46). Pasamos por
lo tanto de un racismo biológico a un racismo cultural.
Vemos asi cómo el concepto de raza clasifica y jerarquiza a los distintos
grupos humanos, generando de esta manera una segregación
esencialista entre los mismos, valorizándolos de manera positiva o
negativa según sus supuestas características distintivas. El siglo
XIX con su marco imperialista y colonialista, de desarrollo de la
ciencia y la industria, fue el escenario perfecto para el avance del
concepto de racismo: en función de justificar la violencia y la
opresión de los pueblos sometidos y de poder disfrutar sin culpas de
sus beneficios, se declaró inferiores a aquellos que se esclavizaban
o cuyo país se explotaba
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